domingo, 31 de enero de 2016

Tío, ¿qué pasa?

El espíritu crítico es una cosa formidable. Existir dudando de todo, formándote tu propia opinión de las cosas sin que te afecte lo más mínimo lo que digan los demás. Está tan, tan bien que si te sientes identificado con esta actitud probablemente sea porque eres una persona muy inteligente. Descartar, archivar, defender, denostar. Esos son los verbos. Sin embargo, es el arroz pegado de la argumentación: lo repelamos por gula, al igual que nos justificamos en el espíritu crítico para poder tener vía libre y basar todo nuestro discurso en la referencia despectiva. 

Hay una cosa muy bonita y muy del siglo XXI que diría (y corregidme si me equivoco) que es resultado directo de la era de la comunicación. Se trata de cómo la plática de las sociedades ha acabado mutando en una suerte de referencia constante a la plática del semejante: tratamos de construir una argumentación como un ejercicio de ego, como una forma de reivindicarnos en medio de una muchedumbre detestable y grasienta que opina sin que haya ningún héroe anónimo que los detenga. Ese héroe, aunque no tan anónimo, eres tú: tú tienes que enseñar a los demás, defendiendo tu impronta y entre cuatro abominables selfies, cómo funciona realmente el asunto. Tú, ilustrado, eres el encargado aquí y ahora de empezar a elucubrar y proponer porque, oh, cruel devenir, alguien ha dicho algo que en el fondo de tu corazón te chirría. 

Y ahí es cuando empiezo a plantearme si realmente hemos asumido tantísimo nuestra existencia como una respuesta al entorno que hasta nosotros mismos nos encargamos de manejar nuestra impronta respondiendo a retazos de otros discursos; paliando un minúsculo, molesto e incesante goteo creando una cascada cuyas aguas se adecuen mejor a lo que nosotros exigimos. Porque lo más importante no es ser más tú, sino hacer más ruido. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario